Llegan grupos de jóvenes desnudos en parejas corriendo hacia la arena. Al sol brillan los sables, los escudos que ornamentan la ritual faena.
Perplejos quedan, asombrados, mudos por tan divina y prodigiosa escena. Se acercan con respeto los primeros a aquellos inauditos extranjeros.
Cristóbal Colón:
Esta gente es muy simple en armas, y tan temerosos que ante uno de los nuestros huyen cientos de ellos. Creen que hemos venido del cielo, están dispuestos a aprender las oraciones que les digamos y ya saben hacer la señal de la cruz.
Muchos indios cayeron en hinojos ante muestras que vieron de equidad; los blancos ponían en sus ojos cristales de colores, que en verdad cambiando los azules por los rojos eran el mundo un prodigio de beldad.
Cristóbal Colón:
No puedo creer que hombre haya y visto gente de tan buenos corazones y francos para dar. Son gente de amor y sin codicia, aman a sus prójimos como a sí mismos y tienen un habla la más dulce y mansa.
Voz:
Platicaron después con las miradas, gestos dulces y tientos cariñosos por parte de los indios, y palmadas en la espalda los otros, recelosos, que escondían las barbas, las espadas, aquí instrumentos raros y curiosos.
Cristóbal Colón:
Así que deben Vuestras Altezas determinarse a hacerlos cristianos, y en poco tiempo habrán cobrado grandes señoríos y riquezas para todos los pueblos de España.
El indio cuya sangre cayó al suelo miró a los otros indios, aterrado, y todos se tornaron hacia el cielo pidiendo explicación por lo pasado, al tiempo que las aves en revuelo escapaban del aire huracanado.
¿Por qué, Dios, si vivimos en tus sueños, al despertar nos prestas a otros dueños?