Lo llamaban por mal nombre Mangangá y hallá por el año 80, el barrio de San Telmo consagró como un compadre polenta. Era un pájaro de cuenta, Mangangá, para trenzarse en un ocho, cuando bailaba el morocho, Mangangá, que gusto daba mirar.
Se juntaban las esquinas para oír juguetear la silbatina. Las estrellas peregrinas recortaban el llorar del acordeón. Entre el barro de la calle y el farol, luz de luna y alegría, el cielo su pista abría por verlo taconear a Mangangá.
Lo llamaba la barriada, Mangangá, y vieran como lucía la bota bien lustrada y el tacón para borrar lo que hacía. Los muchachos le gritaban, Mangangá, y el se enredaba en un ocho. Si era una flor de morocho, cien por cien, de esos que ya no se ven.
Se juntaban las esquinas para oír juguetear la silbatina. Las estrellas peregrinas recortaban el llorar del acordeón. Entre el barro de la calle y el farol, luz de luna y alegría, el cielo su pista abría por verlo taconear a Mangangá. Si era una flor de morocho, Mangangá, de esos que ya no se ven.