Llegué cuando todo era un campo sin fin y la cerrada limitaba el jardín de mi casa como una extensión de concreto que marcaba un camino hacia el mundo. Y cuando o paraba de lloviznar mi bicicleta junto a las de otros mas me llevaba y sacaba del lodo y la calle era todo un océano que había que cruzar.
Cuando la calle se llenó de muchachos y los terrenos de casas y cuartos con gente decente pero indiferente a la mía pensaba que un día volvería a ser igual. Y es que pasó a ser zona residencial con autos nuevos y calles de asfalto y a mí me daba nostalgia mirar mi cerrada tan quieta y callada que ahora era lugar de reunión de un montón de chicos engreídos que hablaban de un mundo tan desconocido por mí que sentí que debía ser así.
Tuve una novia en un verano de sol me incorporé con la civilización al amor y a otros simples momentos que cubren el tiempo del chico mayor, recuerdo cuando volvía de trabajar mi casa era una luz en la obscuridad y a mi cerrada una calle privada donde podía hundirme en la noche al llegar.
Y entonces me vinieron a buscar la calle, la noche y lo que hay detrás bajo este cielo tan triste que siempre se viste de gris al clarear y me habitué al ronroneo vagabundo del tráfico aéreo, a ese rumor callejero de los autos que exhaustos discurren y nunca descansan.
La ciudad es una obscura calle eterna plagada de extraños que pasan de largo es la estación cerrada de un metro que no va a ningún lado, es un lugar solitario.
Por eso a veces pienso en escapar pero a mi casa la rodeó la ciudad y a mí me ató para siempre a sus calles de luz mortecina que anda en las esquinas.
Hace algún tiempo a mi vuelta veía a mi cerrada vieja, reservada y tranquila pero hoy que la he visto bien, no hallé mas que un callejón sin salida, un callejón sin salida.