El belitre se adornaba, pero a mi no me engañaba cuando así acabó su canto. Observé que no contaba mucho, porque terminaba misteriosamente cuando iba a decir qué sabía y por evitar ser más largo, cerraba la letanía. -Otra vez dijo que sabe, pero no ha dicho que cosa es lo que sabe y que es tan largo que no cabe en tanta prosa. -Dije citando orgulloso, con voz alta y bien templada, mi crítica elaborada a ese saber tan dudoso. Y el rufián me estuvo viendo desde distintas posturas siempre contra la pared; se me acercó cauteloso y exclamó: -¡Otra vez usted! Pensé que me conocía y para salir del apuro dije desconfiadamente: -Vaya... no esté tan seguro. Él me miró de reojo y se acercó murmurando, como el que recuerda un rostro mientras va refunfuñando. -Cara angosta, nariz larga, el mismo, no cabe duda. ¿Cómo dijo lo que dijo que entre la gente se escuda?-, preguntó y yo repetí... -Qué otra vez dice que sabe, pero no ha dicho que es lo que sabe, y que es tan largo que no cupo en cierta prosa. Digo, y para que me escuche a modo de comentario, criticando diestramente, su saber... innecesario. El granuja pegó un brinco al recibir mi estocada, más luego puso el semblante de a quien no le asusta nada y dijo distraídamente... -Ya escuché su comentario tonto, pero insatisfecho; le aclararé algunas cosas para su bien y provecho. Como piense que el saber se encierra en una tonada, deja la clara impresión de que no ha entendido nada; no entiende lo que le dicen y aún quiere que digan más. Al mirar su absurdo caso me permite recordar el cuento de la oreja chica que junto a la oreja larga nunca aprecia lo que escucha, por llorar lo que le falta. Pero no se desanime, sé de una forma segura en que aprenda de mi ciencia su necia cabeza dura. Oigan el cuento que empieza y que escuchen con atención las jóvenes casaderas... A una fiesta asistí yo, donde el novio de la novia, quiero decir, el marido de la novia desposada, era el hijo de un tío mío de piel azul, ni más, ni menos. El tío tenía un castillito que heredó de unos abuelos que murieron hace mucho, cuando él era principito. Pero volviendo a la fiesta, quiero decir que invitado no asistí, por vergüenza e hidalguía. De tal suerte, me vestí de malandrín, por bailar, confundido con la plebe, poco más de cuatro días que se hubo de festejar. Y de este modo el sinvergüenza, recobrando la guitarra, cantó la canción más necia que ha escuchado aquel que aprecia la música acompañada. Y que con ademán gentil le dedicó a las doncellas, ¡Sí!, Las bodas de Erefil, para que aprendieran de ellas.