Un hombre tenía una piedra y en ella estaba sentado, era un sujeto ambicioso y se diría que reservado. Y el hombre tenía su piedra y era suya y nada más... -que se consigan su propia piedra todos los demás. Dijo y volteó para atrás. Este hombre se había pasado tardes enteras sentado en el lomo de la piedra. Una piedra grande y vieja que hace mucho mucho tiempo había ocupado un alto sitio, abarcando una amplia zona donde todo era bonito. Y el hombre decía que suyo era lo que se había encontrado, y lo protegía y guardaba más tiempo del necesario. Pero a cambio bien valía sacrificar comodidad, por el indeseable gusto de guardar su propiedad. Pasó el tiempo, algunos años, y el hombre seguía sentado algo aburrido, pero firme. -que se me tuerza la espalda si me levanto para irme. Dijo y continuó sentado mucho más tiempo de lo que he tardado yo en contarlo, ¡sí! Hasta que se le torció la espalda de tal manera, que aún no he visto en la ladera rama más torcida y chueca, como la espina dorsal de ese tal cabeza hueca. -Que venga el diablo por mí, si me paro yo de aquí. Dijo y se quedó sentado más tiempo del que pasó, en lo que cuento la historia de este hombre, si la memoria no me falla. Y ocurrió, que pasó un día tanto tiempo, que de viejo se murió. Y además, murió contento pues según su entendimiento, fue cumpliendo su deber como se vio envejecer. La piedra sigue en su sitio, y muchos hombres han pasado, hijos todos de aquel hombre que les heredó el mandado. Por esto, quise contar lo que a la piedra sucedió, y si mal no me recuerdo más o menos supe yo... Que a la piedra llegó un hombre, le tuvo un rato sentado sobre de su gris espalda. Se hizo viejo y jorobado, y se murió después de un tiempo; poco tiempo, nunca tanto como el tiempo que la piedra en ese sitio había ocupado.
La piedra, se estuvo riendo; la piedra, estaría pensando... en los hombres, animales, que graciosos los humanos, estos hombres guardan cosas todo el tiempo, que ocupados.