Como una luna nueva, como el metro de Madrid, negro como una cáries o un septiembre estudiantil. Como la certeza de que no sueñas conmigo, negro era aquel bar donde se esconden los malditos de los amaneceres, de los repartidores de periódicos, de las agujas del sol, del amor del prójimo. Allí la encontré.
Como un suicida asomado al borde del precipicio, amontonando maldiciones sobre la barra de aluminio. Temblaba en sus ojos el humo de mil cigarros que fumó con un tipo que la había besado, que la dejó una mañana dormida entre las dunas de su cama, que se fue con otra una madrugada. Así la encontré
Alguien me contó que llevaba cien días encerrada en aquel bar, pidiendo fuego o alguna pista que le ayudara a encontrar la luz dentro del laberinto, el mapa donde está escondido, el mar donde arden las promesas, donde solías naufragar.
Cien días escondiéndose del gris cielo de marzo y sus atascos, tragando niebla por la nariz, soñando contigo en los lavabos, jurando no salir con vida, sellando todas las salidas, buscando en un mar de ginebra una playa en la que encallar.
Besó una copa llena de cenizás, me miró, me dio el humo de sus manos, lo fumé. A cambio yo le conté que la ciudad la estaba esperando, que afuera llovían madreselvas, que se acercaba el verano, que qué iba a ser de nosotros si decidía no venir conmigo, que saliera a desafiar al alba y sus asesinos. Así le hablé.
Sonrió cansada y perdida, se abrió su boca azul. Besó de nuevo la copa, se marchó y toda su luz fue devorada por la puerta de un servicio donde mujeres sin alma te empujan al precipicio. Serán ciento un días encerrada en la negrura de este bar, yo salí a la calle y olvide pagar. Y me marché.