Cuando su padre acuchilló a su madre, estaba tan perdido y tan borracho, que intentó enterrarla en la cocina y, muchacho, vivían en un cuarto.
En el Savoy me lo contó el Alvite. Eran tiempos en los que Ernie Loquasto reinaba como un dandy analfabeto sobre las putas, el juego y el caballo.
Ella tenía, ya sabes, lo que tienen esas mujeres que en lugar de labios te ofrecen la succión de una bañera y convierten las camas en un charco.
Hay gente que nace en sábanas de seda y otros, qué quieres, nacen para ser trapos.
Andaba diferente a todas ellas y nunca se sabía si sus pasos eran recuerdos de antiguas palizas o el culo se lo movía el diablo.
Ella, muchacho, me confesó una noche que su única ambición, a que negarlo, era que cuando le llegara ese momento el ataúd, joder, fuera forrado.
De los hombres nunca decía nada. Los hombres nunca nada le habían dado, si quitas mil palizas y algun beso con sabor a empastes y a tabaco.
Hay gente que nace en sábanas de seda y otros, qué quieres, nacen para ser trapos.
Yo ya la conocí cuando no era ni sombra de ella misma, y sus abrazos olían a cuartucho de pensiones, y la muerte le buscaba los atajos.
El Alvite me dijo que una noche, en un callejon tan solitario que ni ratas había, te lo juro, encontraron su cuerpo destrozado.
Tenía, dicen, las mismas cuchilladas que su padre a su madre le había dado. Hay gente que nace en sábanas de seda y otros, qué quieres, nacen para ser trapos.
Ni siquiera logró, maldita sea, ese ataúd forradito de raso. Su cuerpo se quedó en el Anatómico para estudio de la ciencia, muchacho.
Hay gente que nace en sábanas de seda y otros, qué quieres, nacen para ser trapos.