Susana tiene una casa junto al río. Te lleva a oír el agua y las barcas al atardecer. Y la noche a su lado es tuya. Está medio loca y eso te atrae. Y te ofrece té y naranjas de unas tierras lejanas. Y cuando vas a decirle que no te queda amor para ella, te capta la onda. Mira el río y deja entrever que ella tiene un amor para siempre. Y tú quieres hacer el camino con ella. Y sabes que ella lo recorre a ciegas. Y sabes que ella se confía, que su cuerpo se da al tuyo a cambio de nada. Y Jesús, marinero un día, cuando descalzo atravesó el agua, pasó un tiempo observando y vio que le buscaban de tantos hombres unos pocos hombres: sólo aquellos que se ahogaban. Y dijo: «Desde ahora, los hombres marineros serán y con barcas irán...». Pero se ahogó, él también, en un atardecer. Solitario como un hombre, lanzó sobre nosotros su clamor. Y haces tuyo su camino. Y quieres seguirlo a ciegas. Confiáis en él, tal vez para siempre. Su espíritu mueve el vuestro, como un cuerpo. Y entonces Susana os lleva de la mano junto al río. En el vestido, lleva las rosas y los harapos de las trincheras, mientras el sol inunda el asco de los monumentos de la tierra. Y te enseña a ver cosas que no habrías sabido ver, entre las basuras y entre las flores encendidas, cómo hay héroes entre las algas, cómo hay niños sin amor. Y Susana el espejo guarda. Y haces tuyo su camino. Y quieres seguirlo a ciegas. Confías en ella, tal vez para siempre. Su espíritu ajusta a tu cuerpo.