La querida viejecita se pasaba todo el día Pensativa y silenciosa recostada en el sillón. Blanco el rostro, el cabello y el batón que la vestía, Semejaba una escultura puesta en la melancolía Del un rincón del comedor.
Sus tres nietos los risueños, tres alegres angelitos, Angelitos con la cara más esplendida que el sol. Ellos sólo la rodeaban de placeres infinitos Cuando en torno de su silla la aturdían con sus gritos: Agüelita, qué hora son.
Todas, todas las mañana al regreso de la escuela Cuando el golpe acompasado se escuchaba del reloj, Los hermosos nietecitos con su paso de gacela Se acercaba y de pronto preguntábanle a la abuela: Agüelita, qué hora son.
Y a la tarde y a la noche siempre el mismo movimiento Siempre el mismo ruido hacían de la abuela en rededor Y la buena viejecita no ocultaba su contento Cada vez que los tres niños repetían en acento Agüelita, que hora son.
Hoy he visto a los tres niños que con luto en el vestido Se entregaban a sus juegos en el mismo comedor Y jugaban como antes aquel juego repetido Y cantaban como entonces pero no escuchó mi odio: Agüelita, qué hora son.
Y apartándose de pronto el mayor de los hermanos Acercóse al rinconcito del oscuro comedor Y al mirarlo tan vacío tan igual a los arcanos Al reloj alzó su ojos y juntando las dos manos Sollozó junto al sillón.