El hacha nació amistosa cuando la forjó una mano que sólo buscaba airosa un poco de bosque sano. El hacha cortó temprano la leña que nutre el fuego donde se doraba ciego el pan de todas las mesas y apostaba a la certeza del hambre saciada luego.
Con el paso de unos largos siglos de rasgo muy duro el hacha extendió su apuro a las selvas en letargo. Y allí comenzó el amargo tiempo, en que el bosque entreabierto, abrió la puerta al desierto, y el desierto a la sequía. Y la sequía a los días de chubascos tan inciertos.
El hacha se hizo violenta y ya no midió el hachazo: cortó de manera cruenta dejando los bosques rasos. Cayó el árbol a su paso, muerto de mala fortuna sin utilidad ninguna, el bosque entró en cautiverio pareciendo un cementerio calcinado por la luna.
El hacha es un reloj hueco que marca la hora del bosque: y aunque de furia se enrosque el páramo más reseco, y cambie el río sus ecos y el leñador su prenombre, no cambia lo que por cierto consigue el hacha en su nombre: el bosque precede al hombre pero le sigue el desierto.