“Brindo, pues”, dijo ensangrentado un vaso el torturado más antiguo del globo: ”Considero mi punición un robo y mi áspero cadáver un fracaso, pero hay que ser austero en estos casos, yéndonos por las sombras amarillas hasta que se dé vuelta la tortilla”.
“Me incorporo a este inhóspito brebaje”, terció de pronto un condenado a muerte. ”Para brindar, si se extravió mi suerte, por esa cuerda que urgirá mi viaje, de la que espero sobre algún mendrugo para que en otro instante del ultraje ciñan con el la nuez de mi verdugo”.
Hablaron dos, quemados por la mano paranoica del Buitre General, uno en su tumba, la otra en su hospital, convertidos en carbones humanos. ”Brindo”, dijo ésta última, “de veras para que cuando el sátrapa inhumano sea enjaulado entre las otras fieras por una eternidad mi faz lo hiera”.
“Brindo yo”, contestole una violada, ”por estas violaciones incorrectas. Para ser breve, lóbrega y directa garantizo que estoy en la estacada, que educaré al bastardo en luz airada y a sus presuntos padres veré un día capados filialmente a sangre fría”.
“Yo brindo”, terció mudo un degollado, “por el espectro de mi acento muerto: mi decir, mi cantar, mi soplo cierto, que un cuchillo apagara despiadado os darán argumentos consumados –me permito anunciarlo de antemano– para que un día de metal airado veáis al ruin y a todos sus criados flotando en un gran río de gusanos”.