El jaleo de los días de feria ya se oía a un kilometro del pueblo y un extraño acento en el hablar de los que halló por el camino.
Un coro de muchachas y una vieja levantándose las faldas al bailar y un jovencito de broma peligrosa haciendo gala del orgullo local.
De los que dan dinero por la noche para que nunca termine su canción para que sude el músico ambulante su condición de vagabundo.
Es ya la hora del aperitivo y todavía no funciona el tiovivo el músico buscó la acera en sombra y la ventana donde olía a flor.
Tenga esta rosa blanca, señorita a cambio de su negro pensamiento por qué motivo temblaron sus labios vio en sus ojos el fondo de un volcán.
Y mientras tanto corría la sangre en la plaza, como un vino común y las plumas de los gallos por el aire volaban aun.
Quítese usted de en medio forastero que ya no quedan señoritas en el bar ya cantó como el gallo de pasión pero esta es mi canción y el baile va a empezar.
El músico ambulante se agarró del vaso y sintió que flotaba en la luz artificial apuró el trago de madrugada un borracho imitaba el canto del gallo.
Se deslizó por una callejuela antes de que empezase a clarear y al pasar por la ventana enrejada suavecito empezó a silbar.
Pero nadie conocía la tonada que era inventada para la ocasión y se fue por el camino a contemplar los desvelos de las ultimas sombras.
Y caminando iba pensando que ganar siempre es tentar a la otra cara de la suerte y que por eso te hacen daño los huesos cuando golpeas fuerte.
Y así se fue chasqueando los dientes en memoria de algún actor cuyo nombre se ha perdido y que hacía de bandido y sintió la alegría del olvido y al andar descubrió la maravilla del sonido de sus propios pasos en la gravilla.