Al amanecer algunos ojos eran de la oscuridad y huyeron hacia las tinieblas del ayer con un puñado de semillas por sembrar, con un puñado de promesas por crecer y amar.
Pero salió el sol y se elevo sobre la tierra siempre más, secando el frío nocturnal, dando calor, regocijando al mundo con su prodigar, urgiendo al viento un poderoso corazón de amar.
Y su luz subió saltando las montañas, traspasando el mar, regando al mundo con su cálida verdad, su cálida razón, esparciendo la claridad como una estación.
Era bello el sol que se elevaba sobre el mundo siempre más con su destierro de nevada, su canción, su semillero en jubiloso despertar, erguido al viento el poderoso corazón de amar.
Y su luz llegó al reino oscuro, a las torres del ayer y la simiente arrebatada de su amor sintiose renacer al contacto de su calor y su quehacer.
Luego al final, a la hora en que se suponía atardecer, sintieron que la luz quedo en su respirar como una sangre de la atmósfera, un poder, un pacto eterno con la claridad solar, con la claridad solar, con ser.